Inspector Montoliu. El caso del doble desconocido.

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Un policía a punto de jubilarse. Una serie de cadáveres que se amontonan y ponen a prueba su habilidad en el que debería de ser su último caso. La aparición de un gemelo desconocido. El descubrimiento de los verdaderos orígenes. Más y más cadáveres, junto a unas vacaciones pagadas en Melilla. Y, como postre final, el reencuentro con los seres queridos y el fin de la soledad. ¿Se le puede pedir más a una novela policíaca?

 

FRAGMENTO DE LA OBRA

 

1. Montoliu

Los casos se amontonaban en la mesa del inspector Montoliu, aunque no había polvo, sino solo tristeza. Tantos crímenes caían en el olvido que los folios y los expedientes se convertían en formas inútiles, como las hojas barridas por un viento de invierno.

Montoliu lo sabía pero no podía hacer nada, tenía sus límites. Solo era un humano, y demasiado humano, como gustaba de decir el filósofo que sonreía, burlonamente, en su imaginario.

Pero, aunque era uno de sus pensadores favoritos, Nietzsche no podía ayudarlo. Después de ver tanta miseria humana, las ideas del padre del "Superhombre" le parecían proféticas, sin compartir, ni mucho menos, su optimismo. Sin embargo, no podía perder más tiempo en filosofías. Había un caso que no podía esperar más.

Él mismo era su propio caso.

Después de tantos años persiguiendo delincuentes, ahora se daba cuenta de que el tiempo le corría deprisa, convirtiéndose en una presa que nunca lograba atrapar, que siempre se escapaba de las manos, de los dedos, hábilmente... Siempre un paso más allá de sí mismo, convirtiéndose en una obsesión profunda que no lo dejaba vivir.

Envejecer, jubilarse, quedar obsoleto para el resto de la sociedad, esa misma sociedad para la que había dedicado los mejores años de su vida. ¿No era este un destino cruel, trágico, insoportable? ¿Era esto lo que había prometido su admirado Friedrich Nietzsche, cuando pregonaba la famosa teoría del Eterno Retorno? Ahora, esta idea le parecía más absurda que nunca, un disparate creado por la mente atrofiada de un genio enfermizo.

Si esto no fuera suficiente, también tenía que aguantar a los jovencitos pesados que cuestionaban sus métodos. ¿Qué conocían ellos acerca de la condición humana? Él sí que sabía, sobre el hombre y sus miserias. No en vano había sido protagonista de ello durante 32 años de profesión. Muchas veces la crueldad se imponía sobre aquellos que habían sido víctimas de su ingenuidad.

Montoliu creía firmemente que la humanidad no tenía futuro. Esta afirmación, que a menudo provocaba la sonrisa de sus compañeros, no se basaba solo en su experiencia cotidiana, sino también en la simple lectura del pasado. Los pocos libros de historia que había leído le mostraban cómo la mayoría de los individuos que habían destacado en el pasado no lo habían hecho por sus bondades, sino por su capacidad de hacer daño. Era el horror lo que provocaba admiración y alimentaba el carácter morboso del que la naturaleza humana se nutre. Y aun así, paradójicamente, había decidido dedicarse con abnegación a su trabajo, considerando que su granito de arena podría, al menos, retrasar el trágico final que nos esperaba.

Pero aquel era un amanecer de silencios. La comisaría estaba extrañamente tranquila, y él podía sentarse recostado en el sillón de su despacho, pasando con parsimonia las hojas del último informe que le preocupaba, referente a la muerte violenta de un adolescente en las afueras de la ciudad, mientras el vapor perfumado de un café se elevaba voluptuosamente y penetraba en sus fosas nasales, provocándole una agradable sensación de confort y bienestar. Sorprendía que entre aquellas paredes sucias por el paso del tiempo, testigos de tanta crueldad y desgracia, aún quedara un rayo de esperanza materializado en la presencia de un simple café.

De repente sonó el teléfono.

Era un aparato de los de antes, hoy lo llamaríamos “vintage”, con el disco para marcar los números sucio y desgastado. Montoliu descolgó para escuchar la voz del comisario jefe Bermúdez, tan agria y áspera como de costumbre:

—Montoliu, ¿cómo va el caso de los adolescentes?

—Pues... todavía no conocemos los detalles de la muerte. Estamos esperando el informe forense. Pero, ¿por qué habla en plural?

—Han aparecido dos cuerpos más. Mismo "modus operandi". Decapitados. Veo que usted aún no se ha enterado...

Se produjo un silencio largo, incómodo, de esos que parece que no van a terminar nunca. También era un silencio elocuente, sintomático, lleno de significado. Montoliu no sabía cómo responder a aquella afirmación tan rotunda, casi solemne, que ponía en duda su competencia profesional.

Bermúdez era uno de esos policías de nueva hornada, joven y arrogante, graduado “cum laude”. Vestía siempre de forma impecable, con una altura corporal notable que solo deslucía por un cierto movimiento curvo, jorobado, que hacía inconscientemente cada vez que se acercaba a alguien, especialmente si ese alguien era un personaje socialmente importante.

El hecho es que ya eran tres los cadáveres. Decapitados... Montoliu forzó su memoria. No recordaba un caso similar. La decapitación no formaba parte de la particular historia criminal de la ciudad. Cierto que en otros lugares, y en otras épocas, se había practicado mucho. En la Francia revolucionaria se hartaron de cortar cabezas. Mientras se perdía en estas cavilaciones, oyó de nuevo la voz imperiosa de Bermúdez:

—Vaya al tanatorio y hable con Cavestany, el jefe forense. Ya hemos llevado los cuerpos allí. Intente atar cabos. Quiero el informe completo mañana a las siete en punto.

—¿Y no quiere nada más?

—¿Qué quiere decir?

—Nada, no me haga caso.

El edificio del tanatorio era tan siniestro como el propio nombre que lo identificaba. Se trataba de un sótano ubicado en un edificio anexo al Hospital General “Santa María” de la ciudad. Para acceder, había que llevar un distintivo identificador que se activaba con un detector de rayos infrarrojos. Una vez dentro, se podía sentir de inmediato un olor característico, de desinfectante “Zotal”, que llenaba las fosas nasales y no te abandonaba hasta después de muchas horas. Y silencio. Un silencio mortuorio que helaba la sangre y el pensamiento.

Los “inquilinos” de esta instalación singular estaban ubicados en cámaras frigoríficas, esperando su destino final. Había bastantes, distribuidas en diferentes habitaciones delimitadas por sendos pasillos rectos y fríos. Toda la luz del lugar era artificial, producida por los típicos fluorescentes de luz blanca que, de vez en cuando, parpadeaban o se apagaban. De repente apareció un joven, de unos 28 o 30 años.

—Buenos días, soy Jofre, becario del Hospital General y asignado temporalmente al tanatorio. Suposo que usted debe ser el inspector Montoliu.

—Efectivamente. ¿No está Cavestany?

—No, el Dr. Cavestany ha pasado a mejor vida.

—¿Qué quiere decir, que ha muerto?

— Bueno, podríamos decir que ha muerto laboralmente. Es decir, que se ha jubilado.

—Ah, no me habían dicho nada. Muy bien, ¿y ahora eres tú quien se encarga de las autopsias?

—No. Como ya le he dicho, yo solo soy el becario. Aún no se ha asignado un sustituto definitivo para el Dr. Cavestany.

—¿Y quién hará las autopsias a partir de ahora?

—Provisionalmente las han asignado al Dr. Lloveres.

—No le conozco. Pero supongo que debe ser un profesional competente.

—Mucho, fue mi profesor en la facultad. Es un crack de la medicina forense.

—Muy bien. ¿Y aún no ha venido?

—Sí, pero ya se ha marchado, después de hacer las autopsias a los tres adolescentes por los que usted pregunta, supongo.

—¿Tan rápido?

—Sí. El Dr. Lloveres es un hombre que va al grano. Le ha dejado el informe sobre su mesa. Ya puede recogerlo.

Sobre una mesa anexa a la habitación donde se encontraban había, efectivamente, un cuaderno de color amarillo con el informe de las autopsias. Montoliu lo miró por encima. Era breve y conciso. Concluía que la muerte se había producido por asfixia, y que la decapitación había sido posterior. ¿Se trataba, pues, de un rito de iniciación con resultado fallido para las víctimas? Es conocido que entre las bandas criminales hay una liturgia de admisión, consistente en superar diferentes pruebas. La última, y más difícil, consiste en luchar a muerte contra los otros aspirantes a miembros de la banda, una lucha que se debe hacer sin ningún tipo de arma. Si este era el caso, estos tres desgraciados eran el resultado fatal de este sistema tan dramático de selección de personal. Pero quedaba una cuestión por resolver. ¿Por qué uno de los cadáveres iba vestido con uniforme policial?