Cuentos a la Orilla del Hielo
Este libro se compone de 20 cuentos que abarcan temáticas muy diversas, inspirados en hechos de la máxima cotidianidad (unos viajeros que se esperan en la terminal de un aeropuerto y no saben qué hacer durante el tiempo "muerte", un matrimonio que entra en crisis debido a los ronquidos que emiten durante su noche, personas que buscan un sentido. formado en nuestra época: la crisis migratoria, el impacto de la política en la sociedad, el amor, la vejez, la senectud, la muerte, quienes intentan sobrevivir al margen del sistema, ...
El título de la recopilación intenta expresar la idea que actúa como eje conductor de todas las narraciones: al igual que el hielo, la vida de los humanos puede ser glacial, inhóspita, terrible y cruel, como lo es la propia naturaleza, donde nunca encontraremos normas ni principios morales que nos justifiquen. Sólo cuando los primeros homínidos aprendieron a dominar el fuego, para alejarse del hielo, resultaron plenamente humanos, y plenamente sociales. Y es esa lucha entre la naturaleza y la sociedad lo que todavía nos ocupa, una guerra abierta que enfrenta a nuestros instintos y emociones más primarios con la pequeña luz de la inteligencia que algún día, y sin saber el porqué, se nos concedió.
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Fragmento de la obra:
Cuento nº 1:La Granja
Era una tarde como cualquier otra, en Tarrés, comarca de Les Garrigues. Eso sí, se acercaba el invierno. Los estorninos ya hacía tiempo que habían volado hacia tierras más sufridas, y el abuelo Tomás, vinculado por los años y los alcornocales, se esforzó en recordarlo a su hijo, quien, como de costumbre, hacía el orni distraído con un partido intrascendente de fútbol por televisión.
—Agustí, hay que hacer recuento de leña, no sea que el frío nos coja con los meados en el vientre y pasamos frío sin remedio.
—Que sí padre, no sufras, mañana iremos al bosque con el jeep y recogeremos toda la leña que necesitemos. Te aseguro que este invierno no pasarás frío, al menos no tanto como el anterior —dijo Agustí, el hijo de Tomás, mientras espetaba un trago de la tercera cerveza que consumía aquella tarde, e intentaba evitar tener que escuchar las prisas y las advertencias de su padre. Desde que había muerto la madre, se había vuelto muy pesado y cascarrabias, tanto, que a veces Agustín perdía los estribos, hasta el punto de que se marchaba de casa sin decir nada durante unos días, dejando a su padre solo y desvalido para poder llevar a cabo los trabajos más cotidianos de la granja. Cuando volvía, se daba cuenta de que el remedio había sido peor que la enfermedad, porque entonces le tocaba asear todo lo que su padre no había podido hacer, con 90 años sobrepasados. Los cerdos no habían comido durante todo aquel tiempo, y la mierda que hacían se acumulaba de tal modo que las moscas y otros insectos se comían vivos a los pobres animales. Lo mismo podía decirse de las gallinas, la mula y todo el ganado que arropaba la granja.
—Agustí, no sé por qué no te casaste, como hizo tu hermana Lourdes. Ahora es feliz viviendo en la ciudad, con aquel marido que gana un buen sueldo haciendo de cartero, y los dos chiquillos, Víctor y Joana, que le llenan de felicidad día sí día también.
—Padre, no vuelvas con tus consejos de Celestina. No soy hombre por estar casado, yo. Me preocupan las criaturas. No paran de correr e ir arriba y abajo como bichitos. Parecen abejorros a quienes nunca se les acaba la cuerda. Y de las mujeres, mejor de lo que hablamos. Empiezan a festejarte, y cuando menos te das cuenta, ya estás esclavizado de por vida. ¡Conmigo no podrán! Quiero hacer lo que me rote hoy, mañana y siempre. Y además, Lourdes no viene a vernos nunca. ¡Ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que vi aquellos chiquillos!
El abuelo Tomás lo miraba, pensando en qué pecado había cometido que se mereciera un castigo de Dios como aquél, él que toda la vida se lo había pasado trabajando con el corcho para sacar a la familia adelante, mientras que Agustín seguía con su diatriba misógina sin ni siquiera mirársela, embudo la pantalla. cerveza que reposaba a su lado. Al final, el abuelo decidió irse a dormir, pensando que mañana sería otro día, y que “Dios dirá”.
A la mañana siguiente, cuando se despertó, se dio cuenta de que Agustín se había ido, — “vete a saber dónde” — pensó. O sea que, de la leña, nada. Bajó hasta la porquera, y vio que los cerdos tampoco tenían comida ni agua. Lo mismo con el gallinero y la mula. "Ya veo que me toca trabajar a mí otra vez" -se dijo a sí mismo. “¡Qué hijo más irresponsable!”.
Cogió la pala llena de comida, y la empezó a verter en los comederos de los cerdos. Pero en la tercera palada, notó un dolor muy fuerte en el pecho, tanto que se desmayó y cayó en redondo sobre un montón de paja dispuesto para la mula. Después de dos minutos de inconsciencia total, el corazón del abuelo Tomàs se detuvo para siempre.
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